El goce en el analista

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Partiendo de la premisa Freudiana de que el registro de la transferencia deviene con facilidad un campo de satisfacción, en el que se procuran satisfacciones sustitutivas, nos interrogamos qué dimensiones de goce son las que atraviesan al analista en su práctica. Tema que ofrece, desde ya, matices y posiciones muy diversas.

Desde hace un tiempo, y por distintas vías, venimos interrogando el lugar, la función y la posición del psicoanalista (De Olaso 2016, 2017, 2019, 2020, 2021). Es desde ahí que, en reiteradas ocasiones, Lacan propone plantear los problemas y las preguntas inherentes a la clínica.

Al mismo tiempo, no son pocas las veces en las que el autor destaca el carácter problemático, paradojal, espinoso, del lugar del analista, sobre todo en virtud de las coordenadas que definen la estructura del acto psicoanalítico. Como se sabe, este acto prevé (y trabaja para) la eliminación del sujeto supuesto saber, eso mismo que instituye inicialmente el análisis, con la consecuente caída del objeto analista como un resto, un desecho, al final del proceso.

De ahí que Lacan hable de la incomodidad, el desconocimiento, la ineptitud, el rechazo o la resistencia de los analistas ante el mismo acto que instauran. Llegará incluso, por si esto fuera poco, a hablar en términos de horror.

En esa línea, habíamos arribado (De Olaso 2022) a una pregunta fundamental, necesaria, ineludible, que al respecto desliza Lacan en el Seminario 16: “Si es verdad que el analista sabe qué es un análisis y a qué conduce, ¿cómo puede proceder a este acto?” (Lacan 1968-69: 315). A lo que agrega, un poco más adelante: “¿Qué realidad empuja al analista a desempeñar esta función? ¿Qué deseo, qué satisfacción encuentra?” (Ibid.: 318). Procuraremos, en las líneas que siguen, poner a trabajar esta pregunta, o preguntas, que conciernen a uno de los objetivos del Proyecto UBACYT “Vicisitudes, encrucijadas y destinos de la transferencia en la enseñanza de J. Lacan (1960-70)”.

Economía transferencial

Imposible, en este punto, no volver al texto “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”, esa intervención de Freud en Budapest que tiene como interlocutor a Ferenczi y su técnica activa, y en la que compara el trabajo psicoanalítico con el análisis químico, con la acción del cirujano y con el influjo del educador. Leemos allí que la instalación de la transferencia le abre las puertas de par en par a todo un campo de satisfacción: “El enfermo busca la satisfacción sustitutiva sobre todo en la cura misma, dentro de la relación de transferencia con el médico, y hasta puede querer resarcirse por este camino de todas las renuncias que se le imponen en los demás campos” (Freud 1919: 159). Una verdadera economía de la transferencia. Es interesante que Freud funde su premisa en las renuncias que se le imponen al individuo, las diferentes frustraciones, privaciones, pérdidas a que está sometido. Como la renuncia de lo pulsional que habrá de postular en los años treinta como algo inherente a la entrada en la cultura. Pero aquí pareciera tratarse, ante todo, de la entrada en la neurosis, porque el paciente enfermó, dice Freud, “a raíz de una frustración” -la famosa y controvertida Versagung-; y por eso “sus síntomas le prestan el servicio de unas satisfacciones sustitutivas” (Ibid: 158).

Ciertamente, si el síntoma trae consigo estas compensaciones libidinales; si las fantasías suponen puntos de fijación y, por consiguiente, de satisfacción; si el inconsciente trabaja, como lo muestra por ejemplo el estudio Freudiano sobre el Witz, para obtener una ganancia de placer, el inconsciente como medio de goce; y así podríamos engrosar la lista incluyendo al yo, al superyó y demás piezas del tablero… La pregunta, pues, decanta sola: ¿Por qué los avatares transferenciales estarían exentos de ganancias?

Lo que ha llevado, en efecto, al cuidado de los analistas de no brindarle gratificaciones al paciente, poniendo en juego una posición básicamente abstinente. Freud lo vuelve a recordar en esta conferencia húngara, destacando que “en la medida de lo posible”, subrayemos este matiz, “la cura analítica debe ejecutarse en un estado de privación -de abstinencia” (Ibid.).

Pero acaso lo más interesante del asunto radique en que el relato Freudiano va pasando, de manera paulatina, de poner el acento en las frustraciones y sustituciones del paciente, a la posición “satisfactoria” del psicoanalista. O, en todo caso, la cuestión es cómo una cosa va llevando e invitando a la otra, en un cruce de dividendos más que nocivo para el análisis.

De ahí la mención al eventual “desborde de su corazón caritativo”, el del analista, que en su afán por ayudar al prójimo, afirma Freud, “cometerá el mismo error económico en que incurren nuestros sanatorios no analíticos para enfermos nerviosos” (Ibid.: 159, subrayado nuestro). También desaconseja enfáticamente “evitar toda malcrianza” de los pacientes. Aquí el eje está puesto, clara y preventivamente, en quienes conducen la cura. A tal punto que rememora la polémica con la “escuela suiza”, un modo educado y edulcorado de volver a traer a la escena a Jung: “Nos negamos de manera terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en busca de auxilio un patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros ideales y, con la arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberlo formado a nuestra imagen y semejanza” (Ibid.: 160). Un párrafo atiborrado de palabras clave: patrimonio personal, imponer, ideales, arrogancia, complacencia, nuestra imagen y semejanza.

Para rematar su argumentación, afirma que “no se debe educar al enfermo para que se asemeje a nosotros, sino para que se libere y consume su propio ser” (Ibid.). Tema que, como se sabe, Lacan ha desarrollado en más de una oportunidad: la propensión del analista a ofrecer su identificación al sujeto desidentificado o “mal identificado”, sea con su parte sana del yo, con su ideal del yo o, simplemente, con su supuesto puro prestigio. En rigor, Freud ya había constatado, y de esto hay testimonios varios, instructivos y contundentes, que la transferencia, eso ante lo cual había que “librar batalla”, constituía un terreno propicio para la satisfacción… de los analistas. Por eso hablaba de las tentaciones: la de interpretar precipitadamente, la de exagerar una actitud pedagógica, la de intentar extender su influencia sobre el otro.

Así lo escribe hacia el final de su obra: “Por tentador que pueda resultarle al analista convertirse en maestro, arquetipo e ideal de otros, crear seres humanos a su imagen y semejanza [otra vez este punto], no tiene permitido olvidar que no es esta su tarea en la relación analítica, e incluso sería infiel a ella si se dejara arrastrar por su inclinación” (Freud 1940: 176).

La transferencia, por lo tanto, “invita” al analista a instalarse en determinados lugares, como el de profeta, el de madre, el de amigo, el de alma caritativa. Y así. Puntos en los que las neurosis de los analistas, no analizadas o no lo suficiente, pueden sucumbir. Y allí Freud vislumbra una chance de que eso conspire contra el progreso de la cura. Resistencias, ante todo, del analista.

De modo tal que cuando hace un instante leíamos que “El enfermo busca la satisfacción sustitutiva sobre todo en la cura misma”, el “enfermo” podría designar tanto al paciente como al médico. Ambos tendrían sus respectivas razones para extraer esos beneficios en el vínculo terapéutico. Y ni hablar si tales beneficios se conectan de modo “complementario” entre uno y otro.

La actitud “gozoza”

Acaso por esa razón Lacan habla en sus Escritos, a propósito de la neurosis de transferencia, de una “trama de satisfacciones que hace difícil romper esa relación” (Lacan 1958: 582). Lo que nos lleva, pues, a la pregunta inicial. Si el analista sabe bien a qué conduce un análisis, si sabe que su destino es la caída del sujeto supuesto saber y su evacuación como objeto, ¿para qué se postula una y otra vez? Y he aquí el punto central: ¿qué satisfacción encuentra?

En realidad, esta última pregunta va más allá del desenlace de la cura, concierne a la propia función del analista. Y es algo que a veces retorna desde voces alejadas de nuestro oficio: ¿Cómo pueden aguantar tantas horas escuchando problemas, conflictos y angustias de otros? Como si se sospechara de la existencia de algún goce masoquista. U otro, u otros.

Por supuesto que aquí se abre todo un abanico de posibilidades, de satisfacciones fantasmáticas, como el hacerse oír, o el hacerse ver (la vertiente mostrativa). También, por qué no, el hacerse chupar, o el hacerse cagar. O el goce superyoico, algo que a su modo han localizado analistas de diversas épocas y geografías. O el deseo de reconocimiento, tan renombrado por Lacan en sus años hegelianos, y que podría operar como una demanda, más o menos intensa, en las orejas del analizante.

Y aquí es importante no deslizar el problema hacia una dimensión meramente moral, según la cual el psicoanalista no debe obtener ni experimentar goce alguno en su posición. Y si se alegra porque el paciente mejoró, o si se entristece porque el paciente dejó de ir, algo anda mal. También podría ocurrir lo inverso, entristecerse si el paciente mejoró y alegrarse si se va. Pero, en definitiva, estamos ante el mismo embrollo.

Todo ideal de pureza no deja de funcionar como un obstáculo, como cualquier ideal. Por eso Lacan advierte: “Tampoco voy a decirles que el analista deba ser un Sócrates, ni un puro, ni un santo” (Ibid.: 125). Son los momentos en que va tomando forma la función del deseo del psicoanalista.

Una autora que se ha inmiscuido en estas zonas pantanosas es Barbara Low. En un artículo titulado, sugestivamente, “Las compensaciones psicológicas del analista”, de 1935, plantea que el inconsciente no puede tolerar ciertas privaciones si no recibe alguna compensación. La misma lógica que la del texto de Freud: de nuevo, el problema económico de la transferencia.

La británica comienza hablando, en efecto, de los problemas que acechan al analista en el plano transferencial, y de los peligros -palabra bien Freudiana- a los que se expone, como por ejemplo el incremento de los sentimientos de omnipotencia o el aminoramiento de los patrones superyoicos. Y reconoce que, así como la situación analítica es utilizada por el paciente para la gratificación de deseos inconscientes, también lo es para el psicoanalista.

Citando a Edward Glover, menciona el viewing process, proceso a través del ver, capaz de satisfacer el deseo infantil de mirar a los objetos sexuales prohibidos. También menciona la tentación -otra Freudiana- de convertirse en aquel que consuela y salva al otro. En cualquier caso, se trata de que el analista pueda sublimar las satisfacciones que se juegan en el espacio analítico. No quedar como un mero espectador de la escena, que se limitaría a satisfacer su curiosidad infantil, sino más bien “vivir de” [living from] ella, extraerle ese combustible para poder operar. Así, la autora pondera la actitud de Freud con respecto al material clínico, una actitud “gozoza” -valga el término-, que le permite transformar situaciones negativas en positivas y que, según su lectura, gratifica una importante y sublimada sensación de poder.

Incluso, con respecto al estilo de Freud, al que compara con un Miguel Ángel, un Shakespeare, un Goethe, plantea que sus escritos parecen navegar en un libre contacto con las propias fantasías, y sin embargo bajo el control de la templanza y la tranquilidad. Una combinación francamente extraordinaria. Y esa aptitud para tomar un material externo, moldearlo, recrearlo -cualidad de auténtico artista, y también comunicarlo, es fundamentado por Low en términos de la dinámica de la ingesta del alimento y su eliminación. Lo oral y lo anal, con sus correspondientes fuentes de placer. Podemos acompañar su observación y no tanto su explicación.

Un detalle curioso, que apunta con perspicacia Gloria Leff en su libro Juntos en la chimenea. Cuando Vladimir Granoff hace la presentación del artículo de Barbara Low en el seminario de Lacan, el de “La angustia”, comete un desliz: en lugar de compensaciones, habla de “indemnizaciones”, lo que supone la idea de daño. Un nuevo matiz de la economía transferencial y contratransferencial.

En tanto, y a propósito de las satisfacciones del analista, Leff cita una frase de Winnicott que no podemos soslayar: “Es esta integración del yo la que me concierne particularmente y me da placer (aunque no debe ser por mi placer que esto se lleve a cabo)” (Leff 2011: 97).

Goces

Como podemos apreciar, el tema admite variantes, y se abre en distintas direcciones. Está claro que, si el psicoanalista opera poniendo en juego su fantasma, sus identificaciones, su pathos, engendrará respuestas resistenciales. En ese caso, el goce contratransferencial no hace más que aplastar la operatoria del deseo del analista, sobre todo el espacio que debe dejar “vacante” para que allí se realice el deseo del analizante.

Pero la cosa no se agota allí, claro está. Cuando, por ejemplo, Lacan se pregunta en el Seminario 14 “¿de qué goza [el psicoanalista] en el lugar que ocupa?” (Lacan 1966-67: 19/4/67), probablemente esté apuntando más allá de los avatares neuróticos o fantasmáticos. Víctor Iunger propone, en ese sentido, “un goce vinculado al estilo, al estilo de cada analista. Un goce en conjunción con su deseo de analista” (Iunger 2015: 243). Digna de subrayar esta conjunción, porque se suele plantear más bien una disyunción entre goce y deseo del analista, en tanto este deseo funcionaría como un límite al gozar de la transferencia, al menos en el sentido corriente del término. Y precisa una diferencia importante: una cosa es tomar al análisis como objeto, y otra muy distinta al analizante.

En tanto, Silvia García Espil (2015) pone el acento en la idea de renuncia, ese término tan clave en la argumentación Freudiana. La renuncia, como acto jurídico, se distingue de una donación, ya que no se requiere el consentimiento del otro. A su vez, y aquí un punto nodal, se diferencia del sacrificio, en la medida en que no está dirigida a ningún otro. Su finalidad es el desasimiento mismo.

Allí puede asomar una dimensión de goce para el analista, solidaria de la renuncia. Y que acaso, retomando cuestiones planteadas anteriormente, no pediría a cambio ningún resarcimiento. O compensación.

Concluimos con otra pregunta, una que se planteara Serge Cottet hace varios años: “¿Y si el psicoanálisis hubiese inventado un nuevo tipo de goce?” (Cottet 1984: 202).



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