AMOR Y CASTRACIÓN EN EL BANQUETE DE PLATON

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Trabajo presentado en el VIII Congreso Internacional de Investigación y Práctica Profesional en Psicología.

“Hace tiempo que no se habla más que de eso, del amor. Creo que es innecesario acentuar que está en el centro del discurso filosófico” (LACAN 1972-73, 52)

Si amor no es, ¿qué es entonces aquello que yo siento? Más si eso es amor, por Dios, ¿qué cosa y de qué clase? Si buena, ¿de dónde el áspero efecto mortal?
Si mala, ¿de dónde tan dulce el tormento?[i]

“En efecto, siempre busca cada uno su propio fragmeno” (PLATÓN, Banquete 191d)

En este trabajo propongo indagar aquellos aspectos del Banquete que acentúan el desencuentro -en Aristófanes, Sócrates-Diotima y Alcibíades-, el cual, lejos de comportar una dimensión pesimista del amor, se torna en condición de posibilidad de un buen encuentro.
La hipótesis central afirma que el amor -al igual que la filosofía, que es philein-, tiene una constitución de presencia y ausencia, y se funda en esa dimensión intermedia, daimónica, no dualista, pero sí moebiana en ambos polos, como problema y solución, como límite y orientación a partir de esa tensión.

La tragedia humana

Para fundamentar esta hipótesis, se tomará en primer lugar el discurso de Aristófanes, un bufón (cf. LACAN 1960-61, 103) que, a pesar de su formación en la “Musa de la comedia” (REALE 2004, 35), plantea un comienzo trágico para el amor a partir de una falla, de un corte. Constituye la separación, la castración de aquella unidad esférica de la antigua naturaleza humana debido a su soberbia. Y ante dicha pérdida, el amor no es sino un intento de búsqueda de esa unión, la búsqueda de esa otra mitad.
En este agón de géneros o caja de música con diversas resonancias (cf. LACAN 1960-61, 95) este discurso constituye un primer desencuentro. Allí donde se esperaba hallar comedia, es un discurso trágico lo que se encuentra.

Aristófanes toma la palabra sobre el amor a partir de un mito -citado por Freud en “Tres ensayos…”-, afirmando que la antigua naturaleza humana tenía una composición bien diversa, con tres géneros de hombres: masculino, femenino y andrógino, común a los dos anteriores. Asimismo, la forma de cada hombre era redonda, circular. “Tenía además cuatro manos y piernas parejas con las manos, dos caras sobre un cuello circular totalmente iguales y alrededor de las dos caras ubicadas en sentidos contrarios había una cabeza única, con cuatro orejas, dos regiones genitales… Eran entonces su fuerza y su vigor terribles y tenían una enorme soberbia” (PLATÓN, Banquete 190a-190b).

Y como consecuencia de ese poder y soberbia, atacaron a los dioses, pero recibieron de Zeus una respuesta debilitadora: “Ahora voy a cortarlos en dos a cada uno -dijo-, y a la vez que van a ser más débiles, por otro lado van a ser más útiles para nosotros porque van a volverse mayores en número. Van a avanzar erguidos en dos piernas y si todavía nos parece que cometen actos intolerables y no quieren mantener la paz -insistió-, los voy a cortar de nuevo en dos, de manera que van a andar a los saltos en una sola pierna” (Ibíd., 190d).
El corte, la división, la castración, ante la soberbia, y, a su vez, la amenaza de un corte mayor. De este modo, “A quienes terminaba de cortar, le iba ordenando a Apolo que les girara la cara y la mitad del cuello hacia el corte, para que, al ver su propio tajo, cada hombre fuera más ordenado, y le mandaba que curara lo demás. Él giraba la cara y, juntando de todos lados la piel sobre lo que ahora llamamos abdomen, como bolsas atadas, los ajustaba haciendo un orificio en el medio de la panza, precisamente lo que llamamos ombligo (Ibíd., 191a). Corte y huella de esa pérdida, que opera como recuerdo, como marca del antiguo estado de unión disuelta.

Se impone la pregunta sobre cómo tolerar tamaña o, más bien, inconmensurable pérdida, la separación de esa otra mitad que, a su vez, es sin medida. “Así, enredando las manos y entrelazándose unos con otros, porque deseaban fundirse, morían de hambre y de completa inacción, por no querer hacer nada separado del otro. Así, cuando una de las mitades moría, la otra quedaba abandonada” (Ibíd., 191b) en un interjuego que plantea la dualidad del Eros entre armonía y desmesura, tal como se destaca en el discurso de Erixímaco.

A partir de esa enfermedad, de esa fragmentación debido a la pérdida de la unidad de la antigua y omnipotente naturaleza, Aristófanes entiende al amor como factor de unión, restauración y curación en esa búsqueda, en ese intento de hacer uno de dos. Tal como afirma Lacan, resulta único y asombroso, en un escrito de la pluma de Platón, la posibilidad del apaciguamiento amoroso remitido a algo que tiene indiscutiblemente relación con el complejo de castración (cf. LACAN 1960-61, 112).

Penía y Póros en la concepción del Eros

La segunda forma de argumentar la presencia y ausencia en la constitución del amor se ubica en el nacimiento del mismo a partir del discurso Sócrates-Diotima, allí donde el destino de Eros procede de su herencia, ya que nace hijo de Póros y Penía, de Pobreza y Riqueza, como fruto del tensionado y accidentado encuentro entre ambos. Ello da cuenta de su doble naturaleza, no es Dios, no es hombre, participa de la divinidad por parte de su padre y es mortal por parte de su madre. Es hombre y mujer, mortal e inmortal, en una alternancia entre vida y muerte, en un agón que intenta dar respuesta a aquello por estructura forcluido o malentendido: la muerte y el sexo (Cf. FREUD 1905, 1920 y LACAN 1960-61). Constituye un amor eterno, tal como aquel que “...pone a Dante expresamente en las puertas del infierno” (LACAN 1960-61, 192).

Al finalizar la octava clase del Seminario 8, Lacan recurre a esta referencia platónica sobre el encuentro entre Penía y Poros, entre pobreza y abundancia, los cuales tienen su lugar en la concepción del Eros. En dicha obra, Platón expondrá una extensa definición de Eros, la cual, en función de sus diversas aristas, iremos detallando en pasos. En primer lugar, destacará su pobreza. Afirmará así que éste “…es siempre pobre, dista mucho de ser delicado y bello, como cree la mayoría, sino que es duro y flaco, descalzo y sin hogar, echado al suelo en umbrales y caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia, por tener la naturaleza de su madre, pero por otro lado, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de los bellos y de los buenos” (PLATON, Banquete 203c-204a). Así, fruto de dicha herencia, se destaca su pobreza, su indigencia, como también su belleza. Por otra parte, “…es valiente, intrépido e impetuoso, cazador formidable que está siempre urdiendo algu-na trama, ávido de conocimiento y fértil en recursos, toda la vida intentando filosofar, tremendo encantador, hechicero y sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día aparece floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y después se extingue para volver a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que nunca es rico ni pobre” (Ibíd.).

A partir de ello, Lacan destaca la dificultad para amar del rico, al definir al amor como dar lo que no se tiene. A su vez, Platón definirá al amor como el deseo y la persecución de la completitud. Ahora, esta búsqueda implica, necesariamente, esa dimensión de desencuentro, de una búsqueda de lo que no se encuentra. “Así lo que no tiene, lo que él mismo no es y aquello de lo que carece, eso es aquello a lo que se orienta el deseo y el amor” (Ibíd., 200e). Ya que se ama aquello de lo que se carece. Y allí ubica el relato que escuchó de Diotima, una sabia mujer que le enseñó sobre los asuntos amorosos, ya que lo ayudó a entender el valor de lo que se halla en la hiancia, en un entre bondad y maldad, belleza y fealdad, sabiduría e ignorancia, mortal e inmortal o divino, un demon. Constituye un puente, un intermedio, una dimensión o formula tríadica que permite pensar en dos opuestos y un intermedio, en un encuentro, en una elección que no se obtiene sin aquello que se pierde. Y el amor tiene ese estatuto de intermedio, pues no es ni bueno ni bello, ni feo ni malo, sino un medio entre ambos.

Y es que así nació, de Penía y Póros. Por la naturaleza de su madre convive siempre con la carencia, y por su padre es compañero de las cosas buenas y bellas. Pero lo que consigue siempre se le escurre, ubicando siempre algo que lo confronta con la búsqueda, y de allí, el amor como filósofo, como aquello que comporta siempre una carencia. Donde se parte de las cosas para ascender a la causa, lo bello en sí, allí donde vale la pena vivir para un hombre en eso que se aprehende y lo trasciende. Y efectivamente, es esa sensación de búsqueda y encuentro constante que genera, que causa estar vivo.

Encuentro en el desencuentro

Pero de pronto, el desencuentro a partir de un estruendo, Alcibíades, tan ebrio como verdadero. Un loco, celoso, problemático, cuya pasión aterroriza, “...su manía y su furor amoroso dan miedo” (LACAN 1960-61, 178) según el enamorado Sócrates.

Sin embargo, éste último de lo mismo fue acusado, de loco, de extraño, de sileno, hechicero, sátiro y soberbio, en un desenmascaramiento mutuo e irónico a nivel de las estrategias seductoras de cada uno. Aunque no lo parezca, esto mismo constituye también un encomio, ya que es alguien que deja a los demás estupefactos y posesos, e impacta y afecta con sus conmovedoras palabras “...hasta las lágrimas” (PLATÓN, Banquete 215e). A diferencia de otros buenos oradores, técnicos, correctos, pero no apasionados, Sócrates es alguien que exaspera, altera, esclaviza y avergüenza. De manera que “…no sé qué tengo que hacer con este hombre” (Ibíd. 216c). Así, ambos ubican al amor como un problema, como aquello que los enloquece de diversas maneras, en una pasión que atormenta y, a la vez, fortalece y eleva.

Es una lucha de potencias que los encuentra frente a un equívoco, porque allí donde Alcibíades persigue el amor terrenal, Sócrates no cesa de buscar esa dimensión espiritual. En ese rechazo o huida, que Lacan no duda en relacionar con la histeria, Alcibíades fue, no obstante, tocado, impactado por el ágalma socrático, mordido, “…por algo más doloroso y en lo más doloroso que se puede ser mordido, porque fui golpeado y mordido en el corazón, el alma o el nombre que se le deba dar por los discursos filosóficos, que cuando la aferran agarran más salvajemente que una víbora el alma de un joven que no carece de condiciones, y le hacen hacer y decir cualquier cosa” (Ibíd., 218a).

Y ello en la medida en que la búsqueda de Alcibíades a confundir, según Sócrates, oro por bronce, la belleza aparente de lo bello verdaderamente, ya que “la vista de la inteligencia empieza a ver con agudeza cuando la de los ojos comienza a perder capacidad” (Ibíd., 219a). Sócrates le dice a Alcibíades que ha percibido en él algo distinto, una belleza de otra cualidad que difiere de todas las demás y, tras descubrirla, se pone en situación de compartirla con él y llevar a cabo un intercambio de belleza por belleza. E intercambiar la ilusión, la falacia, la doxa que no conoce su función, el engaño de la belleza por la verdad, cobre por oro. Pero, desengáñate, le dice Sócrates, porque “... allí donde tú ves algo, yo no soy nada” (LACAN 1960-61, 182).

Se trata de un hombre increíble, valiente, demónico y admirable, entero y poderoso que salvó a Alcibíades en batalla, y lo dejó luego vagando esclavizado por su amor. Y con respecto a sus discursos, Alcibíades refiere que primeramente pueden resultar graciosos, “...y siempre parece que dice lo mismo de la misma manera, de modo que cualquier hombre inexperto y estúpido podría burlarse de sus discursos. Pero cuando alguien los ve abrirse y accede a su interior, primero descubrirá que son los únicos discursos que tienen sentido intrínseco, y luego que son los más divinos, tienen en si las mayores figuras de virtud y tienden a una órbita mayor, o más bien a todo cuanto conviene que analice el que va a ser noble y bueno” (PLATÓN, Banquete 222a), lo cual lo ha colocado en una posición más de amado que de amante.

Sostiene Sócrates, “...es propio del mismo hombre componer comedia y tragedia y que el que es un compositor de tragedias con técnica es también un compositor de comedias” (Ibíd., 223d), en un interjuego, desde la perspectiva de Agatón, de juego y seriedad, y es allí donde se autoriza el verdadero artista.

El amor como tyché

A partir de ese interjuego, considero interesante articular esta con-cepción de encuentro y contingencia, diverso de cualquier estan-camiento repetitivo, con aquello que desarrolla Aristóteles en su Física[ii], donde interroga la posibilidad operatoria de otro de tipo de causas que suponen justamente una ruptura en la cadena causal, afirmando -a diferencia de otros autores que han discutido, aún silenciado o bien negado su existencia- que el azar y la fortuna pueden constituirse como causas de muchos efectos, destacando con dichos términos, automatón y tyché[iii] respectivamente, el carácter de excepcionalidad que conllevan ciertos acontecimientos.

En este sentido, es pasible sostener que, efectivamente, existen hechos que se producen siempre de igual modo y con medida frecuencia, es decir, hechos necesarios y constantes frente a los cuales, evidentemente, la fortuna no opera allí como factor causal. No obstante, existen otros que se producen excepcionalmente, y que llamamos efectos de la fortuna, dando cuenta así del modo en que lo necesario, esencial y lo accidental se excluyen mutuamente. De esta manera, se habla de fortuna y de azar cuando el carácter accidental se presenta en los hechos producidos con vistas a un fin y que no comportan por tanto un carácter constante o frecuente. La tyché implicará entonces “…la concurrencia de dos eventos que no se hallan vinculados por nexo causal alguno, pero que provocan la apariencia de tal nexo” (GOMPERZ, 108).

A modo de ejemplo, Aristóteles menciona el caso de aquel acreedor que concurre a un sitio fortuitamente y cobra una deuda pendiente debido a que, casualmente, encuentra a su deudor allí, quien, a su vez, había recibido una suma de dinero. Así, el hecho de asistir y cobrar la deuda no constituye la causa final inmanente, en tanto se afirma que la ha cobrado por casualidad, y la misma no hubiese tenido lugar si la concurrencia hubiera sido deliberada a tales fines (cf. ARISTÓTELES Física, 197a). La fortuna entonces constituye un encuentro inesperado y contingente, una causa por accidente. Es justamente este estatuto el que interesa destacar, ya que será aquel retomado por Lacan en el Seminario XI, al plantear allí, en esa contingencia, una dimensión de encuentro con lo real, un encuentro inesperado, tal como la irrupción de Alcibíades, en el Banquete, viene a encarnar. Sin embargo, fortuna y azar presentan ciertas diferencias ya que si todo efecto de fortuna pertenece al azar, no todo hecho casual pertenece a la fortuna, ubicando al azar como un fenómeno de mayor amplitud que la fortuna, y destacando en dicha distinción el estatuto que comporta la finalidad. Con respecto a la segunda, la misma se atribuye a todo lo relacionado con la buena o mala suerte[iv] en relación con aquellos seres capaces de obrar prácticamente e intencionalmente, y que poseen la facultad de elegir -excluyéndose aquí los seres inanimados, los animales y los niños-. Un ejemplo de ello lo constituye el hecho de alcanzar la felicidad, la cual comporta una actividad práctica llevada a cabo con éxito. De esta manera, dicha definición atañe al estatuto del azar en los asuntos humanos, es decir, a la causalidad intencional en donde el encuentro de dos series provoca algo del orden de lo inesperado o excepcional cuya causa es atribuible, por lo tanto, a la suerte o la fortuna. A diferencia de ello, el azar se define por su ausencia de finalidad, designando aquello condicionado causalmente en general, esto es, a lo que sucede accidentalmente sin finalidad, sin mirar al resultado y que alcanza ahora sí a aquellos seres inanimados o sin capacidad de elección, razón e intención final.

También ello ha sido ubicado por Freud[v] quien afirma que “Daimon y tyché -disposición y azar- determinan el destino de un ser humano; rara vez, quizá nunca, lo hace uno solo de esos poderes” (FREUD 1912, 97), instaurando así una reflexión respecto del factor causal dividido en, por un lado, aquello atinente a la disposición constitucional- Daimon -en griego Δα?μων y en latín Dæmon- y, por otro, a lo accidental -allí donde ubicamos a la tyché-. Así, se promueve una causa inscripta a partir del accidente, la ruptura y la discontinuidad de lo real, delimitando una causalidad debatida entre el destino y la inercia, entre aquellos reconocidos y desconocidos encuentros propios del texto de nuestra existencia.

Se trata de la incidencia en el sujeto de la contingencia de un encuentro que no se reduce al automatón y que, en tanto fallido -ya que no se encuentra sino en un fracaso de lo que se espera-, revela la imposibilidad lógica en juego en ese “despertar” amoroso. Es decir, constituye aquello no simbolizado e inasimilable que irrumpe en la cadena dando lugar a una fractura, a una ruptura de la homeostasis subjetivante, de la regularidad legal de las determinaciones. Implica una hiancia que instaura “el momento fatídico que “…corta en dos” el continuum de su historia -entre el “antes” y el “después” del acontecimiento- es, también, la emergencia en lo real de una cierta verdad de la relación con el otro que, a partir de ese momento, no puede ocultar más…proporciona una oportunidad -al mismo tiempo reveladora y mortífera- del desenmascaramiento” (ASSOUN 2001, 54-55), tal como lo hace Alcibíades, allí donde el encuentro instaura una cita fallida ocurriendo “…cuando no hay cita” (SOLER 2004, 76).

Encarnación y atopía

Partimos de las dos teorizaciones, la de Aristófanes y Sócrates, en la medida que ambas permiten entender que el amor constituye una búsqueda infatigable que se falla a sí misma, aunque, no obstante, es un motor que relanza el deseo y opera como condición de posibilidad de un buen encuentro. Y, en este sentido, esa dimensión moebiana entre encuentro-desencuentro o presencia y ausencia a nivel del Eros ha sido ejemplificada en la relación entre Alcibíades y Sócrates, donde ambos dan cuenta del carácter de aporía, problemático (Cf. PLATÓN, Banquete 213d), trágico, peligroso o amenazado (Cf. BADIOU 2012) del amor, en su interrupción o discontinuidad. Y, a su vez, de la dimensión de invención, elevación y virtud en la posibilidad misma de ese movimiento de intercambio, de ese juego serio que no es ajeno a la dimensión de la falta, de la angustia, “...que le dicta un amor que llamaré espantoso” (LACAN 1960-61, 191), equívoco, en tanto inconmensurable soledad acompañada, sin garantías ni reaseguros, en tanto experiencia de la propia incompletitud.

Se trata, ni más ni menos, que de ese singular, valiente, digno, no planeado y arriesgado encuentro a nivel del deseo que impulsa siempre a transitar y profesar la ignorancia, al decir de Alcibíades en su “no sé lo que digo” (LACAN 1960-61, 186). Una enfermedad en su agón, que no sabe si vive o muere, en una incertidumbre constantemente perdida y lograda o por buscar, cuyos dos enemigos se ubican en “...la seguridad del contrato de aseguración y la comodidad del goce limitado” (BADIOU 2012, 19). Y es por ello necesario reinventar y saber hacer (LACAN 1976-77, 16/11/1976 y 11/01/1977), cada vez, en esa arriesgada y sintomática travesía, en “…esa cadena bastarda de destino e inercia, de tiros de dados y estupor, de falsos éxitos y encuentros desconocidos, que constituyen el texto habitual de una vida humana” (Ibíd., 1946, 147).

Así, es posible sostener que toda nuestra vida gira en torno a esa dimensión, como una brújula ante lo inesperado que acontece en todas las esferas de nuestra vida, en tanto encuentro anudado a la incertidumbre e inercia, en una hiancia paradojal que señala que lo que se busca y encuentra no es sin lo que se pierde, quedando delimitados en una indagación constante de lo que no halla respuestas. Allí donde somos nuestra historia -o bien, como sostiene Borges, nuestra memoria, ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos- y a la vez, lo que podamos hacer con ella.

Y ello constituye una perspectiva del amor que, lejos de permanecer en una dimensión pesimista, repetitiva, programada o simbólica, sostiene, en su aceptación del riesgo que comporta lo inesperado, en su atopía (Cf. BARTHES 1977 y LACAN 1960-61, 98) y encarnación, lo real del texto habitual de una vida humana.

NOTAS

[i]Petrarca, F. (1470), Cancionero, Poema CXXXII. 

[ii] Aristóteles se ocupa allí de efectuar un trabajo basado en el movimiento, aquel que pasa del estatuto de la potencia al acto por acción de las causas. Estas últimas, a su vez, presentan diversos aspectos, a saber: 1.-formal, en tanto comporta la esencia como forma de la sustancia; 2.-material, en su función de soporte de la primera; 3.-eficiente, la cual genera el movimien-to, y 4.-final, la cual conduce dicho movimiento hacia un fin.

[iii] Traducida usualmente la primera como azar, acaso o espontaneidad; y como suerte, azar o fortuna la segunda, transliterada en ocasiones como tije, tike, tukhé, tujé o tuché.
[iv] Es pasible señalar además -tal como lo señalan Robert Graves y Ángel Garibay- la calidad divina de la fortuna en la mitología griega. Tyché, hija de Zeus, dadora de placeres y penas y representada, o bien con los ojos vendados y un cuerno de la abundancia en su mano, o bien sobre una esfera rodante como símbolo de la inconstancia accidental a la que hace referencia Aristóteles. Por otra parte, cabe mencionar al respecto lo sostenido por Pierre Grimal, quien refiere que la misma no posee un mito, sino que todas esas representaciones constituyen un juego de símbolos y no pertenecen por ello a la mitología propiamente dicha. Cf. GRIMAL 1965, 518.

[v] Y asimismo vale destacar la anticipación por parte de Kierkegaard. Tal como afirma Lacan en el Seminario XI: “Freud encuentra la solución del problema que, para el más agudo de los interrogadores del alma antes que él -Kierkegaard- ya se había centrado en la repetición”. Cf. LACAN 1960-61, 68-69. Y es que dicho autor se ha anticipado efectivamente al plantear el estatuto problemático de la misma. Tal como brillante y efectivamente lo señala en La repetición: “Aunque ya me había plenamente convencido de que no se da ninguna repetición, no por eso dejaba de constatar de manera evidente que la constancia uniforme de los mismos hábitos costumbres, así como la inacción y el embotamiento de nuestras facultades de observación pueden crear en nuestra vida una monotonía que produce un efecto más enervante que las más extravagantes diversiones, monotonía que por otra parte se va imponiendo en nuestra vida, ejerciendo sobre ella la opresión y el encadenamiento peculiares de las fórmulas mágicas de los exorcismos” (KIERKEGAARD 1843, 210). Sitúa así de un modo inédito la perspectiva de la repetición y la diferencia, la cual es abordada desde el psicoanálisis a partir de estos dos términos introducidos por Freud.

BIBLIOGRAFÍA

TRADUCCIONES

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