DEL DARWINISMO ECONÓMICO AL DARWINISMO TECNOLÓGICO: “EL PRECIO DEL MAÑANA”

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En un futuro distópico, la tecnociencia logró que el sujeto deje de envejecer desde los 25 años. La contrapartida de este supuesto milagro es que todo sujeto nace con un “cronómetro” adherido a su brazo. En el cronómetro se indica, desde esa edad, el tiempo que le queda de vida. Al cumplir los 25, se le “regala” al sujeto un año. Desde allí, deberá arreglárselas para obtener más tiempo, pues si su cronómetro (que decrece segundo a segundo) llega a cero, morirá. El trabajo se cobra en horas y minutos, y el consumo se paga en la misma moneda: el tiempo de vida es el nuevo dinero. Los pobres luchan, día a día, para que su flaco cronómetro no llegue a cero. Los ricos, que viven lejos, pueden acumular siglos, o milenios de vida en sus cronómetros, y lucrar con él, como banqueros prestamistas. Las clases sociales están separadas en el espacio por “bandas horarias”: un pobre no puede llegar a la ciudad de un rico, pues en la ruta hay peajes que cobran, en tiempo de vida, el cruce. La excusa ensayada para sostener este modelo es, casi, ecológica: si todos vivieran eternamente, no habría recursos suficientes en la Tierra. Pero los ricos tienen otra idea. Sólo puede sobrevivir el más apto para tener dinero: un darwinismo económico explícito. El conflicto se desata cuando un pobre adquiere, por casualidad, un siglo de vida en su cronómetro, y viaja a la ciudad de los ricos, en busca de venganza por la muerte de su madre.

Este es el escenario planteado por la película “El precio del mañana” (Niccol,2011). La obra costó 40 millones de dólares, y en poco tiempo recaudó 170 millones[i]. Postulamos, como en otros casos, que el éxito de público no se debió sólo a trucos publicitarios, sino a que en la obra se explicitan las posibles consecuencias del actual darwinismo económico, si se lo llevara a sus últimas consecuencias tecnológicas. Algo que el público no pudo dejar de percibir, después de más de 30 años de neoliberalismo en el mundo. Postulamos, también, que el verdadero poder no lo detentan los que aparecen como ricos, sino quienes manejan, en las sombras (de hecho, nunca aparecen) las modificaciones genéticas, los cronómetros, y los relojes de intercambio de tiempo entre sujetos. Son ellos quienes, al fin y al cabo, modelaron ese mundo. Y dieron forma a nuevos atravesamientos de la subjetividad que el público, en 2011, ya se puede representar.

La concepción centrípeta del sujeto occidental en el siglo XXI

En una muy precisa clasificación, Javier Lorca caracteriza tres movimientos en la ciencia-ficción. Durante el movimiento centrífugo, el imaginario “depara al hombre capacidades incrementadas y nuevas aptitudes..: la ciencia y la tecnología tienden el alcance corporal y sensorial hacia el exterior, hacia el entorno del hombre y su más allá” (Lorca,2010:31-32). De allí surgen los “viajes maravillosos” (Verne, Wells, las primeras fantasías de viajes espaciales). En el movimiento orbital, la tendencia es “satelital en torno al hombre, una tendencia que intenta acercarse progresivamente hasta (es el deseo) confundirse con él”. De aquí provienen “la imitación, la réplica, la construcción del hombre artificial...” (Lorca,2010:63). Incluye ya los mutantes y los superhombres, pero el paradigma de este movimiento orbital es el robot, creado en 1920 por Karel Câpec en “RUR” (Lorca, 2010:80-92). Stapledon introduce el tema con “Juan Raro”, Sturgeon con “Más que Humano”, Asimov con “Yo, Robot”. El tercer movimiento, que Lorca llama centrípeto, narra un proceso de “interiorización de la tecnología en el cuerpo, una progresiva endocolonización, el matrimonio simbiótico del organismo y la máquina.... la progresiva introyección de la tecnología en el organismo” (Lorca,2010:105-106). Aquí aparece el híbrido, una figura para la cual, en 1960, Clynes y Kline acuñarán el término cyborg (Lorca, 2010:110). Tal vez el más destacado exponente de este movimiento sea Jim Ballard.

Si bien los tres movimientos tienen su correlato en períodos históricos, y en momentos propios de la ciencia y de la tecnología (que convergerán, andando el siglo XX, hacia la tecnociencia), existe una superposición de cada uno en los siguientes. El movimiento centrífugo tiene su auge entre mediados del siglo XIX y las primeras décadas del XX. El orbital, iniciado hacia 1920, perdura hasta pasada la mitad del siglo pasado. El centrípeto se dispara –con notables antecedentes- también a mediados del siglo XX, y perdura hasta el XXI. En la era de información y del auge de las comunicaciones, a los cyborgs se superpone la realidad virtual. Tal vez “El hombre demolido”, de Bester, sea un ejemplo singular de irrupción centrípeta sin el concurso de una tecnología explícita. Pero se trata de un momento (fines de la década de 1950) en el que la idea ya está madurando, y Bester no hace más que adelantarse a su tiempo.

No es este el espacio para teorizar sobre la ciencia-ficción (cf). Pero es inevitable puntualizar que “para que una hipótesis, aún la más descabellada, pertenezca a la cf, tiene que estar expuesta de un modo convincente, como si fuese una hipótesis científica, o por lo menos congruente con el saber científico” (Capanna, 1990:17). A lo científico agregaríamos, obviamente, lo tecnológico (que como mencionamos, se transfunde, conforme avanza el siglo XX, en la tecnociencia). Y que, como rasgos genéricos básicos de la cf, se deben señalar: “a) La presencia explícita de la ciencia y de la tecnología, o su gravitación implícita. b) El que tales elementos de la ciencia y de la tecnología sean elementos aún no concretados en el momento de la escritura del texto” (Abraham, 2005:21). Al texto literario debemos agregar, de modo indisoluble, el discurso fílmico, nacido y crecido masivamente durante el siglo XX].

El cine no es “un mundo no genérico o indefinido, sino un mundo poblado como tal, un mundo presentado como tal, un mundo articulado como tal: en una palabra, un mundo representado” (Casetti y Di Chio, 1990:137-138). Y es, desde su inicio, un espectáculo socialmente compartido. Por su masividad, refleja e induce representaciones sociales en un nivel inédito, incluso entre otros de la era de comunicación de masas. Al mismo tiempo, la aceleración de las innovaciones tecnológicas (y científicas), y su llegada al público, desde la vida cotidiana y desde la divulgación de las novedades, reconfigura la cognición social tanto, al menos, como los cambiantes sucesos históricos del siglo XX. Recordemos que, según indica Jodelet, la representación social “designa una forma de conocimiento específico, el saber de sentido común, cuyos contenidos manifiestan la operación de procesos generativos y funcionales socialmente caracterizados. En sentido más amplio, designa una forma de pensamiento social” (Jodelet, 1986:474). Cuando Moscovici plantea, en 1961, los procesos de objetivización y anclaje, se refiere a “cómo lo social transforma un conocimiento en representación, y cómo esta representación transforma lo social” (Jodelet, 1986: 480).

En 2011, cuando se estrena “El precio del mañana”, la sociedad occidental ha dejado atrás la “era de las catástrofes” de 1914- 45 (Hobsbawm, 2005: 29-225) y las amenazas de la Guerra Fría (Hobsbawm, 2005:229-259). También ha dejado atrás –por el momento- la potenciación del sujeto a la manera centrífuga, y la idea de robotización antropomorfa implícita en la era orbital (si bien existen avances en ambos sentidos). Según toda probabilidad, la idea centrípeta tiene mayor pregnancia, sea desde el implante (en versión muy incipiente del cyborg), sea desde la idea de dispositivos que podrían atravesar el cuerpo, y producir, así, atravesamientos del sujeto. El que esos dispositivos no estén aún “dentro” del cuerpo (excepto algunos implantes médicos), no impide detectar cómo dispositivos externos –desde el Smartphone hasta las tablets- producen atravesamientos subjetivos del orden de la internalización del objeto tecnológico.

Poder biopolítico tras el racismo de Estado: darwinismo social y darwinismo económico

Cuando Foucault despliega, hacia 1976, el concepto de poder biopolítico, destaca, entre muchos aspectos, tres que tomaremos aquí. El primero, que los nuevos “saberes” del siglo XIX tienden hacia una sociedad de normalización, entendida la “norma” al más puro estilo de De Moivre y de Gauss (Boyer,1996). El segundo, que –a diferencia del poder soberano- el poder biopolítico consiste en “hacer vivir dejar morir”. El tercero, y de aquí la paradoja, es que el poder biopolítico no anula al poder soberano, sino que se superpone a él. Pero el poder soberano se basa en “hacer morir y dejar vivir”. ¿Cómo coexisten dos poderes aparentemente contrapuestos? Foucault brinda una respuesta: a través del racismo. El poder soberano se ejercerá sobre las “razas” que podrían debilitar a la propia, o que se perciben como amenaza, o como simple obstáculo en una conquista imperial. Y también sobre los sujetos “a-normales”[iv] de la propia “raza”, lo que derivará en la eugenesia y, al menos en un caso (el del nazismo) en la eutanasia. El poder biopolítico se aplicará a regular la masa biológica disponible, a fin de que su previsibilidad –en cantidad y en productividad- garantice la reproducción tanto del sistema capitalista como del poder del Estado-nación (Foucault,1996).

La doctrina subyacente es el darwinismo social. La resignificación arbitraria de Darwin sustenta, en la segunda mitad del siglo XIX, el discurso en apoyo del racismo biológico. Y consolida, en el terreno psiquiátrico, la teoría de la degeneración: “la visión según la cual las enfermedades mentales evolucionan de forma compleja y polimorfa.. no solamente a escala individual sino también generacional” (Foucault,1993:251). El efecto se propaga, en el siglo XIX, a aquello definido como criminalidad: “...la noción de degeneración permitía relacionar al menor de los criminales con un peligro patológico para la sociedad, para la especie humana en su conjunto” (Foucault, 1993:255). Por supuesto, la definición laxa de crimen puede incluir, por ejemplo, la participación en movimientos sociopolíticos de protesta. Pero hay aquí también un dispositivo que atraviesa al sujeto desde la sexualidad: el comportamiento fuera de la “norma” puede generar, si el sujeto “a-normal” se reproduce, ejemplares también “a-normales”. Por lo tanto, ese sujeto no se debería reproducir. Aquí cabe recordar que la sexualidad infantil va a transformarse, durante las primeras décadas del siglo XX, “en el principio de explicación más fecundo de todas las anomalías” (Foucault, 1993:90). En este caso, diríamos, un resignificación tan arbitraria de Freud como la que se llevó a cabo con Darwin, y que va, hacia el interior de la sociedad, en el mismo sentido: evitar un supuesto debilitamiento de la propia “raza”, por la vía de su uniformidad.

Hacia el interior del Estado-nación, prospera, principalmente en los países con mayor vocación imperial, la doctrina de la eugenesia: “La primera cátedra de eugenesia se creó en 1909, en el University College de Londres, ... bastión de progresismo educativo...; la primera institución centrada exclusivamente en este campo fue el Instituto de Biología Racial de Uppsala, Suecia..., en 1922” (Buleigh,2003:380). En la República de Weimar existió, en 1923, un proyecto de ley “para la esterilización obligatoria de los nacidos ciegos o sordos, de los idiotas, los epilépticos, los pacientes mentales, los delincuentes, los infractores sexuales y los padres de más de dos hijos ilegítimos” (Burleigh, 2003:387). La ley no prosperó, pero es notable que en las categorías sobre las cuales se pensaba aplicar la eugenesia haya existido semejante variedad de sujetos. La derivación lógica de la eugenesia era, andando el tiempo, la eutanasia: En la década de 1920, el libro “Permiso para la destrucción de la vida indigna de vida”, de Binding y Hoche, tuvo una gran repercusión. Binding era jurista; Hoche, psiquiatra. “Se había roto un tabú: se animaba a los médicos a quitar la vida” (Burleigh,2003:384-385). Es verdad que sólo la Alemania Nazi decidió emprender un programa explícito, que llevó al asesinato, en 1939-41, de unos 70.000 pacientes psiquiátricos (Plater- Hallermund,2007:70-72). Bajo la cobertura de ese “programa”, se asesinaron, tal vez, hasta 200.000 personas, la mayor parte de las cuales nada tenían que ver con el desvío a la “norma” psiquiátrica, sino con otras “a-normalidades” (Burleigh, 2003:383).

Hacia el exterior, el darwinismo social fundamenta el imperialismo. Si una “raza” es superior, puede conquistar sin culpa tierras donde viva una “raza” inferior. Todo reparo, si lo hubiera, al emprendimiento imperialista europeo, centrado en ese momento principalmente en Asia y Africa, podía responderse en esos términos, si es que el poder europeo tuviese intención alguna de responder (Mommsen,1977). Y no sólo el imperialismo, sino el racismo de Estado: la política sistemática de aniquilar una “raza” que, por un motivo un otro, se considera que debe ser aniquilada. Si bien Foucault (1996) sitúa en el nazismo el pico máximo de racismo de Estado (lo cual suena acertado), no hay ninguna razón para no considerar un fenómeno de la misma índole a la masacre de pobladores originarios en América del Norte, en busca del Lebensraum hacia el Oeste. “Al igual que en Inglaterra, el darwinismo social... constituye [en los EEUU] uno de los soportes principales del imperialismo” (Touchard, 1979:537). El momento culminante de ese genocidio tuvo lugar entre 1865 y 1885, antes de que Adolf Hitler naciera en Austria.

No obstante, el nivel sin precedentes de racismo de Estado que practicó el nazismo, derivado en el exterminio de seis millones de judíos entre 1939 y 1945, terminó marcando un límite. Después del Holocausto, y de la caída de Hitler, el racismo de Estado, como doctrina explícita, se tornó inviable. Y cuando existieron, como en Bosnia o en Ruanda, iniciativas de “limpieza étnica” que rondaron ese concepto, no fueron en países centrales. Por el contrario, las sociedades de los países centrales contemplaron con horror esas masacres explícitas, al filo del siglo XXI.

Así, el darwinismo social va perdiendo fuerza tras 1945. Y tras un breve período de prosperidad capitalista (Hobsbawm, 2005:221-399), toma forma un fenómeno que, con variantes, aún persiste: el neoliberalismo. El inicio de esta práctica suele situarse en 1979-80. Su doctrina subyacente es el darwinismo económico: la supervivencia del más apto ya no depende de la “raza”, ni de la aptitud para la guerra, sino de la capacidad de generar dinero, y destinarlo al consumo. El menos apto para ese fin, aún cuando podría ser un miembro valioso de la sociedad, es descartable: el Estado, otrora benefactor, ya no se hará cargo de él. Hacer vivir, pero al económicamente más apto. Dejar morir, pero al que carece de recursos (es paradigmático el caso del trato a los ancianos, excepto que sean ricos).

Es importante recordar algo sobre la objetivización: “Las figuras, elementos del pensamiento, se convierten en elementos de la realidad referentes para el concepto. El modelo figurativo, utilizado como si realmente demarcara fenómenos, adquiere un status de evidencia... [se vuelve] una realidad de sentido común” (Jodelet,1986:483). Y tener presentes ciertos atributos básicos del anclaje: la “función cognitiva, de integración de la novedad, la función de interpretación de la realidad y la función de orientación de las conductas y las relaciones sociales”. Así, “el cambio cultural puede incidir sobre los modelos de pensamiento y de conducta que modifican de manera profunda las experiencias por mediación de las representaciones” (Jodelet, 1986:486,491).

La llegada del darwinismo económico fue anticipada tempranamente en el cine de cf. Obras como “Alien” (Scott, 1979), “Brasil” (Gilliam, 1985) y “Robocop” (Verhoeven, 1987) dan cuenta de ello. El poder biopolítico subsistió en forma explícita, por ejemplo, en “The Matrix” (Wachovsky, A. y Wachovsky, L,1999). En el siglo XXI, el darwinismo económico se refleja en “La Isla” (Bay, 2005) y en “Nunca me abandones” (Romanek,2010). Todo apunta a indicar que el enorme éxito de público de muchas de estas películas está fundado –entre otras variables- en que reflejan representaciones sociales que la población ya está construyendo. Es, en definitiva, el mismo caso que “El precio del mañana”, objeto, en este trabajo, de nuestra reflexión.

El camino de Will Salas

Si bien la teoría de Moscovici fue planteada inicialmente para el Psicoanálisis, y se refiere con frecuencia al modo en que la población se representa socialmente la teoría científica, hay una afirmación que parece tener carácter general: las novedades, sean científicas, tecnológicas, políticas, sociales o económicas, “son apropiadas por el público que, al proyectarlas como hechos de su propio universo, consigue dominarlas” (Jodelet, 1986:482). Dominarlas, al menos en cuanto a darles algún sentido –incluso en el sinsentido- y tratar de adaptarse a cada nueva situación.

Desde el siglo XIX, las novedades tecnológicas sorprenden al sujeto, en su vida cotidiana de modo cada vez más acelerado. No fueron las únicas: novedades políticas, sociales, económicas, militares, se sucedieron sin pausa. Pero en las últimas dos décadas, lo nuevo tecnológico parece haberse apropiado de buena parte de aquello que el sujeto debe asimilar. En particular, en dos dimensiones: la digital, y la biotecnológica.

Es en esta intersección donde se sitúa “El precio del mañana”. Parte de la trama fue develada en la introducción al presente trabajo. El sujeto de bajos recursos, que por casualidad recibe un siglo de vida en su cronómetro –digital y biotecnológico- se llama Will Salas. Vive en una zona llamada “el Ghetto”, donde los cronómetros corporales disponen, casi siempre, de sólo un día de vida. Se cobra el salario y se paga el consumo en tiempo. Will Salas recibe el siglo de regalo de un rico, que decidió dejar de vivir, y no se atreve a hacerlo frente a los suyos[vi]. Con su siglo de vida, Will Salas viajará a la banda horaria más rica que conoce: New Greenwich. Ningún pobre puede acceder allí, pues el peaje de la ruta que une las bandas horarias se paga en un tiempo de vida que su cronómetro no posee. Will Salas lo hace. Su objetivo inicial es vengarse de quienes detentan el poder económico, por la muerte de su madre. La anécdota de esta muerte no es menor: para garantizar la supervivencia del más apto económicamente, quienes manejan el poder económico suben los precios y bajan los salarios. Con poco más de una hora de vida en su cronómetro, la madre de Will salas intenta tomar un autobús para reunirse con Will, quien le traspasará parte del tiempo que ganó con su trabajo del día. Pero el precio del pasaje es de dos horas. Hasta el día anterior, era de una. La madre de Will sólo puede correr hacia el encuentro, y cuando llega, su cronómetro cae a cero: Will ve morir a su madre sin poder evitarlo.

En New Greenwich, Will toma contacto con el principal magnate del tiempo, Philippe Weiss. Nadie imagina que Will proviene del Ghetto. En una partida de póker contra Weiss, jugando en forma suicida –pues toda su vida fue así- Will pasa de tener unas décadas en su cronómetro a ganar varios miles de años. Cuando intenta comprender por qué en New Greenwich hay personas con cientos de miles de años en su cronómetro, la respuesta de Weiss alude a un supuesto equilibrio planetario, casi ecológico (si todos vivieran para siempre, ningún recurso alcanzaría). Pero ante la insistencia, devela explícitamente el darwinismo económico: quienes no son aptos para ganar el tiempo de vida, no tienen derecho a vivir. Esto, dicho en una sociedad donde el tiempo de vida equivale al dinero, es una declaración que no admite ambigüedades, más allá de la falacia de que los ricos son ricos, según se sabe, porque heredaron sus fortunas, y no por una “aptitud” que los diferencie de los pobres. Dicho de otro modo: la juventud, que se ha vuelto desde el siglo XX un valor en sí mismo, es permanente, siempre y cuando se pertenezca una clase social.

Weiss es banquero: presta tiempo de cronómetro con intereses. Su hija, Sylvia Weiss, es rebelde. El esquema del padre poderoso con una hija rebelde que se enamora del enemigo de su padre es reiterativo en Hollywood, y fácil de generar identificación en el espectador. Por supuesto, tiene que existir una fuerza policíaca (no se sabe si es del Estado, pues el Estado es un gran ausente en la narración). Los “guardianes del tiempo” vigilan que la cantidad de tiempo de una banda horaria no sea superior a la prevista: evitan la “fuga” de un sujeto hacia la zona a la que no pertenece. Lo que anula, en parte, toda la alusión explícita al darwinismo económico, y ubica la situación más cerca del derecho dinástico. El guardián Raymond Leon detecta a Will, y sospecha inmediatamente de él. Con su persecución (otro tema infaltable en Hollywood) lo único que logra es que Will regrese al Ghetto, pero esta vez con Sylvia, y con una idea más clara sobre cómo perjudicar a los ricos de New Village (empezando por Weiss, que claramente se define como el enemigo). El tiempo que la Banca Weiss presta reside en unos relojes portátiles, guardados en bóvedas de cada sucursal. Evocando tanto a Robin Hood como a Bonnie Parker y Clyde Barrow, la pareja se dedicará a asaltar los bancos de Weiss, y permitir que la gente pobre del Ghetto se apodere de los relojes portátiles, para traspasar el tiempo a los cronómetros de sus cuerpos.

A fines de 2007 comenzó una crisis económica que, si bien nadie quiere comparar con la que se desató en 1929, tiene más de un punto en común con ella. La especulación financiera sin límites, generada en este caso por una burbuja inmobiliaria que creció en los EEUU y en algunos países de Europa, fue acompañada por la falta de controles de agencias que, en parte, tenían esa función como responsabilidad principal. La salida de la Gran Depresión, producto de la crisis de 1929, comenzó a tomar forma con el “New Deal” rooseveltiano, la mayor intervención del Estado en la historia de los EEUU. Curiosamente, en 1938 Roosevelt había creado la agencia Fannie Mae, para financiar a la clase media en la adquisición de viviendas. Y fue Fannie Mae, privatizada por Reagan en la década de 1980, una de las responsables de la crisis iniciada en 2007. Como en una ironía casi literaria, el neoliberalismo mostró, en su avidez, cómo puede resquebrajar, por sí solo, a todo el sistema. El comentario se vincula con lo mencionado sobre Bonnie Parker y Clyde Barrow: en la década de 1930, los ladrones de bancos eran, en los EEUU, casi populares. Un eco de ellos, en la figura de Will Salas y Sylvia Weiss, remite a la vinculación de esa crisis con la actual. Que el espectador sea o no consciente de ello no lo exime de participar en el juego.

“El precio del mañana” no tiene un final feliz. Will y Sylvia se transforman en ladrones de bancos del tiempo, y tanto su futuro como el de toda la humanidad es incierto. Ese hecho, y la crítica más que desembozada al sistema capitalista neoliberal, pudieron haber incidido en la catarata de críticas negativas que tuvo la película en el circuito comercial. Incluso habiendo sido un gran éxito comercial.

Conclusiones

¿Por qué el público, que asistió masivamente, puede identificarse con Will Salas, y entender una sociedad como la que se plantea? Aquí se impone una vieja frase: “Es fácil hacer corresponder a cada sociedad un tipo de máquinas, no porque dichas máquinas sean determinantes, sino porque expresan las formas sociales capaces de concebirlas y usarlas” (Deleuze, 1993). Y más allá de las connotaciones filosóficas, tiene plena vigencia otra: “El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital...” (Borges, 1989:11). En el fondo, lo único que un sujeto tiene –más allá de cómo lo use- es tiempo. Esto fue tan válido en la Antigüedad como lo es hoy. El cronómetro en cada brazo es concebible, en términos de representaciones sociales, para el sujeto de 2011. El dispositivo de darwinismo económico más que explícito en la historia (que funciona, en rigor, como una máquina), también.

“El precio del mañana” muestra, a un público masivo, lo poco que importa la singularidad del sujeto en la lógica del darwinismo económico, y lo hace vinculando esa indiferencia con el poder que brindan los dispositivos de la tecnología. En esto, no hace más que explicitar una tendencia ya señalada hace tiempo: “Las transformaciones tecnológicas nos obligan a tomar en cuenta... una tendencia a la homogeneización universalizante y reduccionista de la subjetividad” (Guattari, 1996:15). Si todos nacen con el cronómetro, si todos los cronómetros se activan a los 25 años, si nadie envejece, pero sólo sobrevive quien tenga recursos económicos para mantener su cronómetro biotecnológico activo, el sólo intento de violentar ese orden, incluso regalando tiempo del cronómetro propio (pues así es como Will Salas obtiene un siglo de tiempo), es un acto criminal. Un crimen donde no hay crimen, y donde el criminal es quien recibe el tiempo regalado por otro. Aquí operan, nuevamente, “...desplazamiento que va desde el crimen hacia el criminal, del acto efectivamente cometido al peligro virtualmente existente en el individuo, de la punición modulada del culpable a la protección absoluta de los otros” (Foucault, 1993:254). La supuesta protección absoluta de los otros, deberíamos agregar. La excusa ecológica no se sostiene: no hay nada que proteger en los otros, excepto la continuidad del sistema.

Lo que la película no muestra (apenas sugiere en una escena perdida), y el espectador acaso no ve, es que el poder no reside ni en New Greenwich, ni en la figura de Philippe Weiss, ni en todos los banqueros del tiempo juntos. Hay, naturalmente, un cierto nivel de poder que circula. Pero el verdadero poder no atraviesa a ninguno de los sujetos de la trama.

Si se concibe a la lógica del capital como sustrato del poder sobre el sujeto, sigue siendo válida la afirmación de Guattari: “Las elecciones del Capital, del Significante, del Ser participan de una misma opción ético-política. El Capital aplasta a todos los otros modos de valorización...” (Guattari, 1996:43). Pero el problema reside en definir qué entendemos por Capital. Si se trata de la suma del tiempo circulante en ese mundo, o si -lo más probable- se trata de la suma de conocimientos que permitió la inscripción en los cuerpos de esa biotecnología. En este último caso, los dueños del Capital, del Significante y del Ser están en las sombras. Son quienes crearon y manejan esa tecnología, y se excluyen a sí mismos, deliberadamente, del juego. Una casta tecnocrática que no aparece en la película, y que, por ello, tiene intenciones que se nos escapan. La distancia, que un mínimo estudio arrojaría insalvable, entre el sujeto participante del darwinismo económico y el sujeto que, detrás de quien participa, lo manipula. Un darwinismo tecnológico que ya comienza a sonarnos familiar. Lo que lo vuelve, ciertamente, siniestro.

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